En el centro de la crisis se hallaba la más débil y peor armada de las grandes potencias de Europa, Austria-Hungría. Bajo la guía decisiva de Berchtold y de los jóvenes halcones del ministro de Exteriores, sus líderes temían a la subversión interna y estaban convencidos de las intenciones hostiles de sus vecinos. Marginados del orden internacional, abrumados por un sentimiento de aguda amenaza y convencidos de que la guerra era la única solución, eran hombres sumamente peligrosos. Alek Hoyos, el chef de cabinet que figuró en el corazón de las decisiones adoptadas, expresó esta actitud con toda claridad al comentar a un conocido, a mediados de julio, que «la guerra ya casi está decidida –y añadió–, si deriva en una conflagración mundial, nos es indiferente».151