Dime una adivinanza

«Con el vinagre que me ha ido derramando encima toda su vida, bien marinada estoy. ¿Cómo puedo ser ahora miel?»

Llevaban casados cuarenta y siete años. Nadie podía decir cuán profundas se hundían las tercas y retorcidas raíces de la disputa. Solo ahora, cuando las necesidades de los demás ya no los mantenían encadenados el uno al otro, las raíces se volvían visibles, para quebrar la tierra entre ellos y, en su desgarro, sacudir a los hijos, crecidos hace tiempo.

Al consagrar su vida literaria y personal a estos valores, Tillie Olsen se convirtió en una gran escritora de la experiencia de la maternidad.

«Mirar atrás y aprender qué es lo que humaniza a los hombres, eso hay que enseñar. Destruir todos los guetos que nos dividen —sin volver atrás, sin volver atrás—, eso es lo que hay que enseñar»

La obra de Tillie Olsen se inscribe dentro de una tradición del radicalismo judío centrada en la lucha por la justicia económica, racial y de género. Una lucha que supone para los judíos una carga y un privilegio. Los dos aspectos se encuentran arraigados en el conocimiento de la historia de la opresión y la supervivencia, en la convicción de que ambas experiencias requieren grandes dosis de empatía y activismo.

¿Acaso sigues creyendo? ¿Has vivido aferrada a eso? ¿A las cosas que vendrán?

La edad de una persona reside en el rostro envejecido de aquellos a quienes conoció en su juventud.

Día tras día se van derramando los recuerdos.

No es que no hubiera querido a sus bebés, a sus niños. El amor —ese afán por cuidar al otro— había crecido con la necesidad como un torrente y, como un torrente, arrastraba y sacrificaba todo lo demás. Pero cuando la necesidad ya estaba satisfecha, ay, ese poder se perdía en el doloroso proceso de retener y secar lo que aún manaba, pero que no tenía un cauce por donde discurrir. Solo quedaba un débil latido que no podía acallarse, que sufría por unas vidas a las que ya no podía sostener ni ayudar.

Ella no iba a cambiar su soledad por nada del mundo. Nunca más se vería obligada a moverse al ritmo de los demás.

Porque esa soledad había logrado la paz y la reconciliación.