Engañar, dentro de unos límites, a las autoridades o a las grandes compañías era aceptable, pero robar o causar sufrimiento a tus compañeros resultaba inadmisible. Por eso, existía la ley no escrita entre los niños que jugaban en la calle de que provocar daños a la propiedad de algún vecino debía compensarse. Si se rompía la ventana de alguna casa durante un juego, los participantes hacían una colecta y la ventana se sustituía de inmediato, pero si hacían añicos el cristal de una farola, detenían el juego en el momento y miraban a su alrededor para asegurarse de que nadie, sobre todo la policía, lo había visto. Nuestra relación con los agentes era tan amistosa como la de dos antagonistas, pues su trabajo era impedir que jugáramos al críquet y al fútbol en la calle y el nuestro era que no nos pillaran. Era casi como un juego en el que la justicia se impartía al momento con un buen tortazo detrás de la oreja.