La iniciación a la vida adulta mediante la conciencia de la muerte, la del padre, la propia. La de los seres que nos rodean. Muerte violenta, infligida por uno mismo a sí mismo, como la del padre, o por uno mismo a otros, moscas y hormigas primero, lagartos, ranas, ratones, pollos o conejos después, gatos, perros, cerdos y caballos, más adelante. Una experiencia ontológica de la vida gradual y acumulativa para desentrañar el sentido de la muerte. El yo que en esta novela susurra dentro de nuestras mentes es arquetipo del ser humano postmoderno, solo y uno, aparte, “como un trozo de hielo en un vaso de agua”, que ha sustituido la angustia sartriana ante la existencia por la certeza de que “si la vida era eso”, lo mejor era “dejarla fluir con placidez”. Ese yo rememorador de un pasado que impone su ser presente alterna en este relato deliciosamente irónico con un él asesino que ejerce su trabajo con profesionalidad y arte. Hasta que un día, durante un anodino viaje a un lugar indistinguible para ejecutar un encargo más, un presentimiento le dice que esta vez tendrá que “morir matando”. El virtuosismo narrativo de Rafael Alonso Solís nos conduce por los meandros de la mente humana con un suspense y un humor negro que nos hacen devorar estas páginas con fruición… y entender mejor nuestras vidas, a falta de poder darles un sentido.