En 1947, en Milán, tras la Segunda Guerra del Mundo, a pesar de la prohibición que alguna vez le impusieron sus padres, Dario Ergas decidió por segunda vez en su vida que tenía que llegar a Chile. Se lo retrataba a su hijo como un país maravilloso: que si tocabas un timbre y pedías agua te daban vino, que exportaba trigo, que no se pagaban impuestos. Ese país maravilloso, al menos el que había dejado treinta años atrás, era justo lo que necesitaba: el poto del mundo y, qué mejor, un poto conocido.