Daisy Miller

o supongo que sabe que soy una dama. Mucho me cuidaría de reprochárselo.

Sólo fingen estar indignados. En realidad no les importa en absoluto lo que hago. Y, además, no salgo tanto.

quí las jóvenes se aburren terriblemente, por lo que he podido saber. No veo por qué tendría que cambiar mis costumbres por ellas.

—¡Al diablo los sirvientes! —dijo Winterbourne irritado—. El único defecto que tiene la pobre muchacha es —añadió luego— su falta de cultura.

—Es desvergonzada por naturaleza —declaró la señora Walker—.

Era imposible considerarla una joven de conducta irreprochable: carecía de cierta delicadeza esencial

Lanzó una mirada a Winterbourne. Luego, mientras le miraba y sonreía, respondió sin la menor vacilación:

—El señor Giovanelli

al aire interrogativo de Winterbourne, concluyó

Tú eres como un pequeño Aníbal —dijo Winterbourne.

—¡No, no lo soy! —declaró Randolph, por si acaso

Desde luego, un hombre puede tener las amistades que quiera. ¡Los hombres tienen ese privilegio!

—No quiero que vaya por su tía —dijo Daisy—, quiero que vaya por mí.