Catalina Infante

Bajé a la playa para escribirte desde allí. Quería ordenar un poco las ideas, las cosas que pasaron entre nosotros.

Pensé: estoy acostada en esta cama que está sobre esta casa que está sobre esta tierra, y esta tierra está perdida en un mar inmenso.

esta ciudad, desde la cual te escribo, la define como triste y desierta; un lugar donde parece no importar el tiempo y donde las horas son marcadas con campanadas de iglesia por un anciano que las calcula a su antojo

Todo parece estar relacionado con la distancia. Es como si la lejanía de las tierras entre sí contagiara a sus habitantes de una memoria imprecisa.

A las mujeres como ella aquí las llaman brujas; dicen que esta isla está llena de brujas

Yo pienso en la tierra seca. En esa tierra polvorienta como arena. En lo incomprensible de todas estas hectáreas con paltos sedientos y tristes. En el río donde nos bañábamos de niños que ahora son solo piedras muy grises.

Teníamos tanto miedo al sol
Toda somos una misma sombra

Ese bombardeo de información nos angustia, pero más nos angustia no enterarnos de nada, porque todo puede cambiar de un momento a otro y hay que estar alertas.

La vejez era la única enfermedad grave e irremediable, que por lo demás creíamos estar a punto de erradicar. Éramos gigantes, reyes, intocables, dueños, poderosos. Hasta que la mitad del mundo cayó enferma.

Cuando vives en confinamiento casi la mitad del año la soledad termina por acomodarte. De pronto verse en persona te molesta, no tiene el relajo de una buena conversación por cámara, donde los silencios incómodos se pueden resolver fingiendo problemas con Internet.