El río desembocaba en una vasta laguna y en su superficie presencié un milagro singular. Un largo cuello curvo se alzó de un vestido de plumas blancas.
«Cisne», dijo mi madre, percibiendo mi emoción. El ave golpeteó el agua resplandeciente con sus grandes alas y alzó el vuelo.
La palabra en sí apenas dio fe de su grandeza ni transmitió la emoción que me produjo. Su imagen me generó un deseo para el que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo acerca de su blancura, la naturaleza explosiva de su movimiento y la lentitud con que había batido las alas.
El cisne se fundió con el cielo. Me esforcé por hallar palabras que expresaran mi noción de él. «Cisne», repetí, no enteramente satisfecha, y sentí un cosquilleo, un anhelo curioso, imperceptible para los transeúntes, mi madre, los árboles o las nubes.