Stephenie Meyer

—Bella, te amo. Bella, lo siento.

no corría para salvar mi vida; corría para salvar algo infinitamente más valioso.

Era mi imagen reflejada en un espejo. Era yo, anciana, arrugada y marchita.

Durante el perfecto verano —el verano más feliz que he tenido jamás, el más feliz que nadie nunca haya podido tener y el más lluvioso de la historia de la península Olympic— esta fecha funesta había estado acechándome, preparada para saltar.

Y ahora que por fin había llegado, resultaba aún peor de lo que temía. Casi podía sentirlo: era mayor. Cada día envejecía un poco más, pero hoy era diferente y notablemente peor. Tenía dieciocho años.

Después del casi medio año que llevábamos juntos, todavía no podía creerme que mereciera tener tanta suerte.

¿Qué tenía de bueno la mortalidad?

Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Mi mundo no es para ti —

Carlisle me habló de eso y a mí no me importa, Edward. ¡No me importa! Puedes llevarte mi alma, porque no la quiero sin ti, ¡ya es tuya!

Es posible que fuera una noche sin luna al haber un eclipse, por ser luna nueva.