Joe Hill

—John. —Era la voz de un niño al otro lado de la línea. Se le oía tan lejos que parecía que llamaba desde el otro lado del mundo—. Escucha, John. Va a ser hoy.

—¿Quién es?

—No recuerdo mi nombre —dijo el niño—. Es lo primero que se te olvida.

—¿Lo primero que se te olvida, cuándo?

—Ya sabes cuándo.

Pero Finney pensó que había reconocido su voz aunque sólo habían hablado una vez.

—¿Bruce? ¿Bruce Yamada?

—Quién sabe —contestó el niño—. Como comprenderás, a estas alturas no importa.

Albert apareció detrás de Frank. Llevaba un hacha, que levantó y se echó al hombro como si fuera un bate de béisbol. Su hermano siguió hablando.

—Eh, ¿quieres que te cuente cómo te he encontrado?

—No —dijo Finney—. No, no, no.

Frank hizo una mueca.

—Bueno, como quieras. Te lo contaré otro día. Ya estás a salvo.

Albert levantó el hacha y la clavó en el cráneo de su hermano con un crujido metálico, hueco y húmedo. La fuerza del impacto le salpicó la cara de sangre. Frank cayó hacia delante, con el hacha aún clavada en la cabeza y las manos de Albert en el mango. Al caer lo arrastró con él.

le parecía imposible que pudiera estar muerta, que alguien con quien había compartido su cama pudiera hallarse ahora en un lecho bajo tierra.

Los muertos reclaman lo suyo. Sí que lo hacen.

Los muertos están muertos. El pasado, pasado está.

¿Acaso existía un anhelo humano más triste —o más intenso— que desear otra oportunidad en algo?

Recordar y saber no son lo mismo

Todo lo bueno que tiene el día mejora por la noche.

No pasa nada porque llores, pero tampoco renuncies a la risa.

Llorar era, en cierto modo, un lujo; los muertos no sentían las pérdidas, no lloraban por nadie ni por nada.