Anil Seth

Julian Barnes lo expresó a la perfección: cuando llega el final de la conciencia, no hay nada –absolutamente nada– de lo que asustarse.1

Ser yo es sentirse de cierto modo. Pero es casi seguro que no existe un modo de ser una bacteria, una hoja de hierba o un robot de juguete.

Para que un organismo sea consciente tiene que poseer algún tipo de fenomenología propia. Toda clase de experiencia –toda propiedad fenomenológica– vale tanto como cualquier otra.

En varias épocas pasadas, se ha confundido ser consciente con tener habla, con ser inteligente, o con manifestar conductas de un determinado tipo

Y el pensamiento abstracto complejo solo es una pequeña parte –por muy característicamente humano que pueda ser– de la condición consciente en general.

Otra teoría destacada de este tipo es la del «pensamiento de orden superior», una de cuyas hipótesis es que el contenido mental se vuelve consciente cuando existe un proceso cognitivo «de orden superior» que está en cierto modo orientado hacia aquel y, de ese modo, lo trae a la conciencia.

Admito que definir la conciencia como «cualquier clase de experiencia subjetiva» puede resultar simple e incluso puede parecer trivial, pero eso es bueno.

¿Cómo tiene lugar la conciencia? ¿Cómo se relacionan las experiencias conscientes con la maquinaria biofísica interna de nuestros cerebros y nuestros cuerpos?

Es la idea según la cual el universo está hecho de materia física, y los estados conscientes no son más que –o emergen de– disposiciones particulares de esa sustancia física.

El funcionalismo es la idea según la cual la conciencia no depende de aquello de lo que un sistema está hecho (de su constitución física), sino solo de lo que el sistema hace, es decir, de las funciones que desempeña, de cómo transforma inputs en outputs.