Pero, como ya he dicho, no tenía miedo; y no se trataba solo de valor, o mejor dicho de la inconsciencia de mi juventud. Era algo más profundo: una instintiva e ilimitada fe en la protección divina que –estaba segura– no me faltaría.
Podréis ver vosotros mismos, siguiendo mi historia, cómo la mano de Dios siempre ha estado sobre mi cabeza –permítanme esta forma de hablar– en todos los momentos más dramáticos de mi vida.